miércoles, 2 de septiembre de 2009

LUCAS 4, 38-44

Al salir de la sinagoga, Jesús entró en la casa de Simón. La suegra de Simón tenía mucha fiebre, y le pidieron que hiciera algo por ella. Inclinándose sobre ella, Jesús increpó a la fiebre y esta desapareció. En seguida, ella se levantó y se puso a servirlos.

Jesús, en cuanto termina su actividad en la sinagoga, se dirige a la casa de Pedro y cura a la suegra de este la que inmediatamente se pone de pie para servir al Señor. Muchas veces nos encontramos enfermos, rezamos y le pedimos a Dios nos de alivio, consuelo y que venga a nosotros la curación de nuestra enfermedad. Este fragmento nos da un ejemplo a seguir, la curación de una enfermedad nos habilita para seguir sirviendo al Señor.

Al atardecer, todos los que tenían enfermos afectados de diversas dolencias se los llevaron, y él, imponiendo las manos sobre cada uno de ellos, los sanaba.

En esta segunda parte del relato, observamos como Jesús, atiende las dolencias de los enfermos que fueron llevados ante él. Muchos de estos enfermos eran personas que no tenían a quien recurrir para obtener una curación. Por otra parte, como sabemos, los enfermos eran considerados personas impuras y por tanto eran excluidos, sin embargo Jesús los ampara y los favorece imponiéndole las manos.

Nuestro amor al prójimo (próximo) debe comenzar por los más próximos a nosotros, estos son nuestros familiares, cuando a ellos les llega la enfermedad, están confiando en nuestra ayuda, es así como la atención espiritual de los enfermos corresponde, en primer lugar, a la familia y por supuesto a los hermanos cristianos y del mismo modo a los Pastores de la Iglesia. Estuve enfermo y fueron a visitarme (San Mateo 25,36)

En efecto, nosotros hermanos de Cristo y comunidad cristiana, tenemos que estar dispuestos a ofrecer toda nuestra ayuda a los enfermos y ser misericordiosos con ellos, porque la caridad se debe dar a todos, pero con mayor urgencia, cuando nos sentimos muy necesitado de ella, y eso sucede precisamente en la enfermedad.

De muchos salían demonios, gritando: “Tú eres el Hijo de Dios!”. Pero él los increpaba y no los dejaba hablar, porque ellos sabían que era el Mesías.

El hombre enfermo se desmorona, es decir, se deshace, siente que se destruye y se derrumba poco a poco. En el abandono, cae en un estado de profundo desánimo, pero Dios tiene el atributo por el cual, así como perdona y remedia los pecados y miserias de las personas, fortalece y levanta a los enfermos y los hace caminar nuevamente libres al sanarlos interiormente de los demonios, los que se convierten como en esta ocasión gritando una auténtica profesiones de fe: “Tú eres el Hijo de Dios!”

Cuando amaneció, Jesús salió y se fue a un lugar desierto. La multitud comenzó a buscarlo y, cuando lo encontraron, querían retenerlo para que no se alejara de ellos. Pero él les dijo: “También a las otras ciudades debo anunciar la buena noticia del Reino de Dios, porque para eso he sido enviado”. Y predicaba en las sinagogas de toda la Judea.
Jesús, vino a curar a los enfermos, librar a los oprimidos por los espíritus impuros, El nos trajo la buena noticia, El nos enseño lo mucho que nos ama nuestro Padre Bueno, pero una de las cosas más importante que hizo por nosotros, es enseñarnos a orar y darnos ejemplo de cómo orar, El, los hacia en un lugar tranquilo, apartado y siempre antes de algo importante, se retiraba a orar. Con la oración, podemos acercar la sanación de muchos males, solo debemos poner toda nuestra confianza, con toda nuestra fe, creyendo incondicionalmente en El. Jesús, puesto en pie, exclamó con voz potente: “El que tenga sed, que venga a mí, y que beba el que cree en mí. Lo dice la Escritura: De él saldrán ríos de agua viva”. (Jn 7; 37-38)

De Corazón

Pedro Sergio

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