sábado, 3 de octubre de 2009

MARCOS 10, 1-12

Se acercaron a Jesús algunos fariseos y, para ponerlo a prueba, le plantearon esta cuestión: “Es lícito al hombre divorciarse de su mujer?”

Nuestro Señor Jesucristo, del mismo modo como instruye a sus discípulos y aclara derechamente a los fariseos, nos instruye hoy y nos delata nuestros fariseísmos. En este relato, observamos como a todos nos da una enseñaza muy especial, para algunos muy ejemplar y para otros ciertamente incomoda.

Como de costumbre, los fariseos pretenden hacer caer en contradicción a Jesús, y además con su permanente mala intención pretenden demostrar que Jesús, no respeta la Ley. Los fariseos plantean: “Moisés permitió declaración de divorcio y separarse de ella”. Jesús les aclara que los preceptos de la Ley de Moisés no establecen el principio incondicional, sino una inhabilitación de un precepto de la ley originaria de la creación, inhabilitación motivada por la dureza del corazón de los hombres. Algo que demuestra la reiterada desobediencia a los preceptos divinos. Entonces Jesús les respondió: “Si Moisés les dio esta prescripción fue debido a la dureza del corazón de ustedes. Pero desde el principio de la creación, “Dios los hizo varón y mujer”.

Por tanto lo que queda claramente establecido, que Jesús, no está contra la ley de Moisés, lo que El hace, es volver a poner en primer plano la voluntad de Dios tal como se manifestó en el acto creador. Esto es lo que da su sentido a las citas del Libro del Génesis al decir que el hombre y la mujer han sido creados con una diferenciación sexual “Dios los hizo varón y mujer”, sin embargo están llamados a la unidad, a integrarse, y a perfeccionarse en la unión inseparable del matrimonio.

Cuando el Señor nos aclara este concepto de que “Lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre”, me esta revelando la obra redentora de Cristo Jesús, El tuvo que rescatar también la institución matrimonial de la profunda degradación a que había sido llevada por el pecado de los hombres. La alianza matrimonial, por la que el varón y la mujer constituyen entre sí un consorcio para toda la vida, ordenado por la misma índole natural al bien de los cónyuges y a la generación y educación de los hijos, fue elevada por Cristo en los bautizados a la dignidad de sacramento.

Dulce es el yugo que une a dos fieles en una misma esperanza

Y así escribe Tertuliano:“No hay palabras para expresar la felicidad de un matrimonio que la Iglesia une, la oblación divina confirma, la bendición consagra, los ángeles lo registran y el Padre lo ratifica. En la tierra no debe los hijos casarse sin el consentimiento de sus padres. ¡Qué dulce es el yugo que une a dos fieles en una misma esperanza, en una misma ley, en un mismo servicio! Los dos son hermanos, los dos sirven al mismo Señor, no hay entre ellos desavenencia alguna, ni de carne ni de espíritu.”

Los matrimonios “Son verdaderamente dos en una misma carne; y donde la carne es una y el espíritu es uno”

Los matrimonios, rezan juntos, adoran juntos, ayunan juntos, se enseñan el uno al otro, se soportan mutuamente. Son iguales en la iglesia, en el banquete de Dios. Comparten por igual las penas, las persecuciones, las consolaciones. No tienen secretos el uno para el otro; nunca rehuyen la compañía mutua; jamás son causa de tristeza el uno para el otro... Cantan juntos los salmos e himnos. En lo único que rivalizan entre sí es ver quién de los dos cantará mejor. Cristo se regocija viendo a una familia así, y les envía su paz. Donde están ellos, allí está también Él presente, y donde está Él el Maligno no puede entrar.

ORACION

Te pido, Señor, por cada hombre y por cada mujer que, un día, se reconocieron hechos el uno para la otra y decidieron compartir toda la vida.

Te doy gracias por su coraje, por su determinación, sobre todo por su decisión de convertir el amor en alimento de sus jornadas. Te doy gracias por el don que son recíprocamente: es algo que también a mí me habla de tu amor. Te doy gracias por su entrega, renovada día a día: algo que me habla también de tu fidelidad. Te doy gracias por su apertura a la vida: algo que me habla también de tu desbordante paternidad y maternidad.

No les dejes solos y ayúdales a no dejarte nunca. Sé tú la fuerza de su unión. Y si han de vivir tiempos oscuros, en los que el amor parezca estancarse y cerrarse en los sacos del “dado por descontado” y de la falta de creatividad, haz que encuentren de nuevo aquella mirada transparente en la que se reconocieron entregados el uno a la otra y, atreviéndose a ser juntos don para los hermanos, den nuevo vigor a aquel amor que los hace una sola cosa, como tú, Dios, eres uno en la comunión trinitaria. (GIORGIO ZEVINI y PIER GIORDANO CABRA (eds.)

De Corazón

Pedro Sergio

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